lunes, 22 de febrero de 2010


miércoles, 3 de febrero de 2010

"¡Oh, casi nada, pues, Julio Iglesias!"

No obstante los naturales privilegios derivados de ser reportero del primer diario del país, El Tiempo, lo cual equivale a tener acceso a los escenarios, circunstancias, vivencias, secretos y protagonistas más ajenos al alcance del gran público, uno de mis encuentros más insólitos y mejor recordados tuvo lugar hacia las 10:00 de la noche del jueves 3 de mayo de 1973.

De no ser porque el registro gráfico de aquella ocasión así lo atestigua, hoy, casi 37 años después, cualquier prevenido o deprevenido interlocutor o cibernauta pensaría —inclusive con cierta razón— que el propósito de esta reseña son meras presunciones o cosas de la imaginación del autor del blog (primero a la izquierda, con gafas a la moda impuesta por el cantante argentino Piero). ¡Ni lo uno ni lo otro! Se trata, simplemente, de un ejercicio de la nostalgia.

El escenario de la foto es el exclusivo restaurante y bar La Cascada, en los bajos del Hotel Tequendama, que por entonces era uno de los pocos sitios en la ciudad con servicio de 24 horas. Era el punto una especie de lo que en nuestras capitales ahora se conoce como zona rosa, es decir, un lugar donde confluyen turistas, ejecutivos, gente de la cultura, la radio y la televisión, de la farándula, etc. y en general protagonistas del jet-set.

Sin más preámbulos, este episodio comenzó cuando Dragoslav Šekularac, mejor conocido en el universo futbolístico como Seky o Šeky (segundo de izquierda a derecha), entonces jugador de Los Millonarios, me invitó al lugar que ocasionalmente nos servía para rematar una partida de bolos en el Bolívar Bolo Club o una jornada de casino en Casablanca.

Para la audiencia nueva que pueda acceder a esta lectura, habrá que repasar un poco de historia y recordar que Seky —nacido en 1937 en Štip, Vardar Banovina, de la desaparecida Yugoslavia— fue considerado por la crítica especializada de su tiempo como uno de los mejores futbolistas del mundo, al punto ser investido como la versión blanca del gran Pelé. Así se quedó: El Pelé Blanco, a partir del Campeonato Mundial de 1962 en Chile. Ya en el ocaso deportivo, en 1969 llegó a Colombia para el Independiente Santa Fe, club con el cual abarrotó los estadios.

Como de costumbre, aquella noche La Cascada era un hervidero. Encontrar una mesa disponible rayaba con la proeza. A punto de capitular en busca de un puesto, decidimos avanzar hasta el fondo del establecimiento. ¡Nada! Hasta cuando divisamos un último rincón, justamente en la esquina de un larguísimo sofá en el límite del recinto. El mueble servía a varias mesas a la vez. Nadie había accedido hasta allí, talvez por lo invisible en medio de la saturación de clientes, que departían a sus anchas entre los acordes de un piano bastante sonoro.

"Mira, allá hay un sitio", dijo Seky, "¿te parece si nos acomodamos ahí?". Tras pensarlo durante unos segundos, repliqué: "Eso está muy estrecho, muy incómodo". Mientras nos aproximábamos al único punto disponible en los más de 400 metros cuadrados del abarrotado restaurante, Seky, en su español machacado, anotó: "Mira, este tipo creo haberlo visto...". La naturaleza del lugar hacía factible que hubiese personajes públicos, lo cual, en términos de costumbre, gracias a la reportería, no llamó mayormente mi atención.

Sin embargo, segundos después de buscar entre decenas de rostros, apunté cerca del rincón que buscábamos. "¡Hombre!", exclamé, ahora sí sorprendido, "¡pues, ese tipo es Julio Iglesias, casi nada!". Ante semejante protagonista del momento musical en Colombia y en el concierto internacional, la estrechez del rincón pasó a un quinto plano ante lo que resultaban un lugar y ocasión de verdadero privilegio.

En la voz de Julio Iglesias, por aquellos días el éxito arrollador de Río Rebelde estaba en la cumbre. Era una especie de himno, que reproducían sin saciarse las tiendas de discos, las emisoras juveniles y las estaciones románticas. Por supuesto, aún no existía el fenómeno de la piratería. El intérprete de aquel hit había llegado a la víspera a la capital, para hacer su debut al día siguiente, el viernes 27 de agosto, en el recinto más importante de la época, si no el único: El Teatro Jorge Eliécer Gaitán, cuya capacidad, por cierto, resultaba insignificante para un ídolo de factura internacional como Julio Iglesias: ¡apenas 2.000 espectadores!

Después de abrirnos paso por entre el apretado laberinto de mesas, por fin logramos acceder al rincón elegido. Acompañado por un séquito de beldades y de colaboradores, Julio Iglesias, que estaba sentado al extremo de su grupo y sobre el sofá, nos saludó cordialmente al vernos ingresar con cierto esfuerzo hacia la mesa del rincón. Algo tardó el mesero en acudir a nuestra mesa. Seky, que era de un carácter agridulce y más bien introvertido, fingió no darle mayor importancia a su inmediato vecino de mesa —y de asiento, en este caso el sofá que ahora compartíamos con el cantante— mientras Iglesias retomaba la conversación con sus acompañantes.

Transcurrido cierto rato, mi amigo yugoslavo me confió al oido: "Este tipo es el mismo que atajó en el Real Madrid", con lo que ponía de presente que diez años atrás el famoso cantante había sido portero del célebre equipo español. La foto de la izquierda corresponde a su carné como jugador. Recordé, por supuesto, que Iglesias había abandonado la práctica del fútbol a causa de un grave accidente automovilístico sufrido en 1963, cuando —como lo registran los archivos— viajaba de Majadahonda a Madrid. Y fue durante su convalecencia en el hospital cuando Eladio Magdaleno, el enfermero que lo cuidaba y que era furibundo hincha del Real, le obsequió la guitarra que lo llevaría por el camino de la música y por ella al Festival de Benidorm, que ganó en 1968 y le abrió las puertas de la fama.
"Es más", continuó diciendo Seky a propósito del Iglesias futbolista, "cuando yo jugaba para el Estrella Roja de Belgrado, me enfrenté con él durante el Campeonato de Clubes de Europa".

A estas alturas de la situación sorprendía que el intérprete de Río Rebelde no reconociera de primera mano al Pelé Blanco, cuyo enorme prestigio se había paseado por los estadios del Viejo Continente durante más de una década. Por supuesto, de entrada este detalle tocó la autoestima de Seky, quien de inmediato me propuso poner en práctica una especie de ejercicio para la memoria del cantante, que continuaba embebido en la conversación con los suyos de mesa.

"No puedo creer que este tipo no me reconozca. Pregúntale", me pidió Sekularac, "si conoce futbolistas famosos de Yugoslavia". Sin vacilar, interrumpí a Julio Iglesias, quien amablemente accedió para contestar que, en efecto, durante su carrera deportiva había conocido a muchos y muy buenos jugadores yugoslavos. "¿Como cuáles?", insistí. "Hombre, pues, ¡muchos, muchísimos!", replicó mi interlocutor español. Ubicado entre el cantante y yo, Seky apenas aparentaba no darle trascendencia al asunto.

La charla enrumbó entonces hacia los campos deportivos y por las entonces ya lejanas experiencias de Iglesias en la portería del Real. Durante una de las tantas interrupciones previsibles, pues el cantante atendía simultáneamente a la gente de su mesa, Seky porfió en que yo le preguntara a su ilustre vecino acerca del futbolista más notable de Yugoslavia que hubiera conocido durante su paso por las canchas.

"¡Sí, claro, hubo uno estupendo! ¡El mejor de todos!", fue con vaguedad la respuesta de la vedette española de la canción, "sólo que ahora se me olvida su nombre". Entre la impaciencia y la bronca, mi amigo me miró de reojo. En tan incómoda circunstancia, volví a la carga tratando da darle alguna pista al entrevistado, quien, acosado por mi insistencia, se puso a remover memoria mientras hacía sonar los dedos como castañuelas para encontrar la respuesta. "Se llamaba, se llamaba... ¿Sabes? Lo tengo en la punta de la lengua". Expectativa en nuestra mesa. "¡No, se me escapa su nombre!", dijo luego el cantante. Una visita del mesero, algún asunto distractor del tema, algo se atravesaba, y la memoria de Julio Iglesias no daba en el blanco.

Un codazo aplicado con cierto siglo por mi amigo yugoslavo me indujo a repreguntarle a Julio Iglesias: "Ese jugador al que me refiero, ¿no era Dragoslav Sekularac?". A lo cual, sin vacilaciones, el popular vocalista exclamó entusiasmado: "¡Eso, eso es, sí, Dragoslav Sekularac! ¡Sí, claro que lo recuerdo! ¡Era extraordinario!". De soslayo aprecié en mi compañero de aquella noche un brillo de alivio en su expresión, lo cual, sin embargo, no era suficiente para su ego aún en vilo.

"¿Y qué has vuelto a saber de él?", interrogué. "¡Nada, pero nada! Dejé el fútbol y ya. Nunca más supe de él". El suspenso continuaba en nuestra mesa. "¿Sabes, Julio", insistí con evidente nerviosismo, "que el señor que tienes a tu lado es el mismísimo Dragoslav Sekularac?". A ello hubo unos largos segundos de cortante silencio en la escena. Una mueca de escepticismo marcó la reacción de Julio Iglesias. "¿Te das cuenta de lo que dices?", replicó con sorpresa, como si se tratara de una broma, "¿me estás diciendo que este hombre aquí sentado es Sekularac?".

Las manifiestas dudas del cantante lo llevaron a solicitarle al jugador que se pusiera en pie. Tocado en su orgullo, y como si se tratara de tener que desfilar ante un jurado calificador, y sin pensarlo dos veces, Seky, que era más bien asimétrico de contextura, cascorvo y no superaba los 1.65 de talla, abandonó el sofá, y tras avanzar dos o tres pasos se dio una vuelta entera, esperando el fallo.

Escéptico aún, el ídolo de la canción lo escrutó de pies a cabeza. Pero ni aún así logró convencerse de que se tratara del histórico Sekularac. "Con ese aspecto, ¡por Dios!, no te alcanza para ser un futbolista en ninguna parte. Hasta te creo que desempeñes otros oficios, pero, por lo que estoy viendo, ¡no tienes lo suficiente para ser un jugador de fútbol!", dijo con sorna el cantante.

Para alguien como el Pelé Blanco de aquellos tiempos, todavía en su esplendor deportivo, y por consiguiente toda una figura pública, el tener ahora que acreditar su identidad resultaba desobligante, inclusive a pesar de los términos amables del cantante español. Pero contra ello, al comensal yugoslavo aún le quedaba una carta por jugarse: Los documentos de identidad, que serían la prueba irrefutable.

Ansioso, Seky procedió entonces a palparse los bolsillos para desenfundar su último recurso en este trance insólito. Sonriente como en sus conciertos, Iglesias no parpadeaba. En éstas, desencantado el jugador descubrió que había dejado el pasaporte en el auto, pero también que no disponía ni siquiera de sus tarjetas de crédito, a lo cual su contradictor no paró de disfrutar el episodio como si se tratara del show de sobremesa.

Dragoslav Sekularac en sus años dorados, con el Estrella Roja de Belgrado durante la Copa Europea de Clubes Campeones.

Como si se tratara de un duelo en la mismísima cancha, Sekularac, quien seducía al gran público con sus magistrales gambetas, intentó la jugada que le permitiera sortear de una vez por todas al adversario que tanto le incomodaba. Para lo cual se fue de correría por las mesas contiguas en procura del testimonio que pusiera fin a las dudas de su interlocutor español. Aunque allí varios comensales admitieron conocerlo, Julio Iglesias aún no daba crédito al asunto. Sería finalmente el mesero de turno cuyo testimonio venció la incredulidad del cantante, quien festejó el encuentro con un intenso abrazo y un efusivo brindis.

Por supuesto, tan singular ocasión ameritó la acuciosa presencia de un reportero gráfico de El Tiempo hacia la media noche y la respectiva publicación de este episodio en una crónica de media página dos días después. Entradas para su concierto y un par de cenas más con el propio Julio Iglesias como anfitrión, quien pemaneció durante una semana en la ciudad, quedaron como recuerdo de aquel capítulo tan insólito. De la segunda de las dos cenas recuerdo dos detalles: La crema de cebollas que se sirvió a mi despecho y a una bella y acaramelada mujer sobre su hombro. "Es una chica venezolana que conocí en Caracas y decidió comprar su boleto de avión para acompañarme en esta parte de la gira", me confesó, haciendo un guiño malicioso.

En cuanto al concierto, se aproximaba la hora y nos sobraba un par de boletas. Soltero y sin compromiso, me di a la afanosa búsqueda de alguien más que pudiera asistir, tarea que acometí desde un teléfono público en el Hotel Tequendama. Más de una conocida declinó la invitación por considerarla a destiempo. Mi último intento recayó sobre alguien a quien había tratado apenas de saludo y además a través del cristal de su puesto de trabajo: la telefonista de El Tiempo. Con sus 1.85 de estatura, era tan contundente y tan paradójica la belleza de esta santandereana, que nadie se le acercaba, razón por la cual ella solía almorzar solitaria, a un lado del conmutador. En fin, después de mucho implorarle porque no desperdiciara tamaña ocasión, muy a regañadientes accedió a asistir al concierto, siempre y cuando el evento no se prolongara demasiado.

Bajo la lluvia de aquella noche, en las calles aledañas al teatro reinaba el caos. No obstante estar agotada la boletería, los seguidores del cantante, en su mayorìa mujeres, porfiaban en ingresar a como diera lugar, lo que obligó a la policía a redoblar su misión. El conteo regresivo para el inicio del concierto había comenzado en medio del alboroto general y de mi angustia en particular. Ya faltaban diez minutos y la convidada no daba señales de vida. Por fin, y sólo gracias a su talla descomunal, logré distinguir su silueta en la distancia, caminando con dificultad por entre el gentío y con los hombros esquivando los centenares de sombrillas y de paraguas que techaban la acera.

Una vez en el interior del teatro a reventar, al descender por las escaleras que nos conducirían a la tercera fila procuré que mi invitada se adelantara hasta cuatro escalones, y ello para evitar que la ostensible diferencia de estaturas resultara bochornosa. Mujer de pocas palabras pese a la naturaleza de su oficio —o talvez por lo mismo— tomó asiento sin formular mayores comentarios. En verdad, su foco de atención era el reloj, dado que su madre, afectada por un resfrío, la aguardaba temprano en casa.

Sobre las 7:30 p.m. y en medio de la histeria de sus fans, enfundado en un elegante traje de terciopelo azul oscuro, Julio Iglesias hizo su estruendosa aparición en el escenario bajo una tormenta de color en las luces y de sonidos en perfecta sincronía, ante un teatro que parecía a punto de desplomarse. Inconmovible, con cara de hallarse en el lugar y en el momento equivocados, mi ocasional pareja se mantuvo sentada. El alborozo colectivo parecía intimidarla. A los primeros acordes de Río Rebelde el auditorio entró en verdadero éxtasis y comenzó a corear la melodía. De pronto, la orquesta se detuvo para dar paso al saludo del ídolo español, que comenzó su recital con Un canto a Galicia, otro de sus incontables éxitos del momento.

Cinco o seis canciones más tarde volvieron a detonar los compases de Río Rebelde. Ahora sí la vivencia del público alcanzaba su punto máximo con el súper éxito de la temporada. A la mitad de la canción, y con relativa sorpresa, mi compañera telefonista pareció despertar de su letargo memorístico y de su abulia para decirme: "Ahora caigo en la cuenta. Esa canción como que está de moda... ¿Cómo es que se llama ese cantante?". En ese preciso segundo volteé a mirar al amigo yugoslavo y pensé en las ironías de la vida: "Si de desconocidos famosos se trata, este es como el desquite de Seky...".

Enlaces al tema
:
http://www.youtube.com/watch?v=117Xvnjsb7w (Julio Iglesias, Río Rebelde, 1974).
https://www.youtube.com/watch?v=7pB0fKhimBI
(Julio Iglesias, Un Canto a Galicia, en gallego).
http://en.wikipedia.org/wiki/Dragoslav_%C5%A0ekularac (Biografía de Seky, Wikipedia).
http://wapedia.mobi/en/Dragoslav_Å (Seky, carrera futbolística)

1971, revuelo por Sandro

----------------------------------------------------------------Foto Ramiro Barajas, El Siglo

La huella del tiempo se ha encargado de darle un tono medio sepia a esta fotografía en blanco y negro, captada el jueves 26 de agosto de 1971 en el Salón Esmeralda del Hotel Tequendama, de Bogotá. El acontecimiento es la presencia por vez primera en el país del cantautor argentino Roberto Sánchez Ocampo, el enorme Sandro (1945-2010), el súper ídolo de aquella generación en toda Hispanoamérica. El lunar amarillo recae sobre la cabeza del autor de este blog, entonces reportero de El Siglo. Inmediatamente a la derecha de Sandro aparece su manager y compositor de siempre, Oscar Anderle, fallecido en 1988. En el costado superior derecho de la foto aparece el actor colombiano Roberto Reyes.

El enjambre de periodistas se disputa las respuestas del ídolo, recordado como Sandro de América y como El Gitano. Los micrófonos corresponden a las pesadas grabadoras de la época, visibles sobre la mesa, donde se destacan algunos ceniceros. ¡Cambian los tiempos! Véase, por ejemplo, la existencia de un cigarrillo encendido, no obstante que, además de ser un recinto cerrado, hay bastante concurrencia en el lugar.

Sus éxitos Quiero llenarme de ti y Como lo hice yo se disputaban los primeros lugares de sintonía y ventas con otros temas suyos, como Rosa Rosa, Querida, Señor Cochero, Una muchacha y una guitarra, El maniquí, Trigal, Tengo, etc.

En la foto inferior, su autógrafo, obtenido en la rueda de prensa.
Enlaces:
http://www.youtube.com/watch?v=i6bdgpq-WqY (Quiero llenarme de ti, en vivo).
http://www.youtube.com/watch?v=IDqN_awBHFs (Porque yo te amo, en vivo).
http://www.youtube.com/watch?v=IDqN_awBHFs (Homenaje a Sandro, canta Badi).
http://www.youtube.com/watch?v=MoCFUcdDMl0 (Señor Cochero, videoclip).
http://www.youtube.com/watch?v=EeWv_7-1t2g&NR=1 (Una muchacha y una guitarra).
http://www.youtube.com/watch?v=X7Ad0FaL8NE (Tengo, versión en una película).
http://www.freewebs.com/primermuseosandrista/ (Primer Museo Sandrista, videos, etc.)